2.2.2 Los Toros de Fucha (1823)

Una vez en libertad, Nariño, designado como diputado americano a las nuevas Cortes españolas, renunció a su nombramiento y regresó a Colombia. Después de un largo periplo que lo llevó por lugares como Gibraltar, Londres, París y Angostura, arribó Cúcuta para inaugurar, en calidad de vicepresidente, las sesiones del Congreso colombiano el 6 de mayo de 1821. En su Discurso de instalación, Nariño recordó a los constituyentes que si bien la Independencia de Colombia ya estaba conseguida, la libertad interna, las instituciones sociales y el edificio del gobierno –el consenso sobre las formas y los medios del gobierno y las elecciones– estaban aún por construir. Así, los nuevos senadores, depositarios de la soberanía nacional y voceros de la opinión pública, eran el “grano fecundo que debe propagar en toda la República las luces” y la “tabla que escapada del naufragio debe salvar a los que hemos quedado con vida”: “a vosotros, señores, está especialmente encargada la obra de nuestra regeneración, de nuestra libertad interior y de nuestra felicidad futura”.[1]

Para Nariño, además de la asamblea legislativa, la opinión pública era el espacio idóneo para llevar a cabo esas tareas de institución de lo social, para transformar definitivamente un reino de vasallos en una república de ciudadanos. De allí el llamado del santafereño al gobierno para contar con más imprentas y con más gacetas para ilustrar a los pueblos.[2] La opinión pública debía contribuir a echar luces de certidumbre sobre los temas que ocupaban el centro de la política grancolombiana:la cuestión de la “mejor forma de gobierno” entre el centralismo y el federalismo, el talante de las verdaderas virtudes republicanas, el papel de los ejércitos en el orden político, el funcionamiento del sistema de justicia y la organización del régimen fiscal y de rentas. No en vano la recién sancionada Constitución de Colombia establecía:

Todos los colombianos tienen el derecho de escribir, imprimir y publicar libremente sus pensamientos y opiniones, sin necesidad de examen, revisión o censura alguna anterior a la publicación. Pero los que abusen de esta preciosa facultad sufrirán los castigos a que se hagan acreedores conforme a las leyes.[3]

Nariño, como era de esperarse, no tardó en regresar al ruedo político con su acostumbrada chispa. Entre marzo y abril de 1823, el santafereño puso en circulación Los Toros de Fucha, una publicación que alcanzó las tres entregas y que fue distribuida de manera gratuita en toda la ciudad. Este conjunto de impresos fue concebido por Nariño como una legítima defensa frente a los feroces ataques lanzados en su contra por la prensa santanderista, en particular por El Patriota, redactado por el mismo vicepresidente,y también por el Correo de la Ciudad de Bogotá.[4]Las referencias a los toros están relacionadas con un artículo satírico aparecido en El Patriota titulado “Toros en Bogotá”, donde se ridiculizaba a las publicaciones partidarias del federalismo y se mencionaba el “potrero de Fucha” como el origen de aquellas “porque allá están los toros”.[5] Por su parte, la mención a Fucha tiene que ver con la quinta campestre de propiedad de Nariño ubicada en el sur de la capital, donde el santafereño se encontraba retirado después de llegar de Cúcuta.

Así, Los Toros de Fucha se convirtieron en la última tribuna periodística de Nariño. En sus páginas, el santafereño elaboró una férrea crítica al “excesivo centralismo” sancionado por el orden constitucional en Cúcuta y propuso, que una vez concluyera la guerra con España, se estableciera el federalismo como el principio organizador de la nueva comunidad política, como la forma de comprensión más adecuada de las realidades colombianas, pues el “gobierno federal es más débil, más tardío en sus deliberaciones; pero el más adecuado para la libertad y el menos expuesto al abuso por el contrapeso que oponen las partes federadas”.[6] Al mismo tiempo, Nariño hizo en esta publicación una defensa sostenida de su vida pública, desde la impresión de los Derechos del hombre hasta su papel como vicepresidente en Cúcuta. De hecho, fue en Los Toros de Fucha que el santafereño acuñó el calificativo de “Patria Boba” –y lo utilizó en cuatro oportunidades– para referirse al periodo que enmarca las primeras repúblicas, sin imaginarse quizá la trascendencia, la perdurabilidad y las consecuencias del término en la historiografía posterior:

Mis opiniones señor mío sobre federación no necesitan de sueños ni de anónimos como las de usted; ellas son tan públicas, tan notorias, que están consignadas en todos los papeles públicos de la patria boba, en todas las paredes de San Victorino del 9 de enero, en los corazones de los excelentísimos señores generales Santander y Urdaneta que no me dejarán mentir, como que se hallaron presentes; en mi proyecto de constitución, cuyo prospecto o introducción anda impreso hace dos años; en todas mis conversaciones; y, últimamente, en mis principios que jamás he disfrazado ni he mudado, porque los he creído fundados en la razón.[7]

En todo caso, la contienda editorial entre Los Toros de Fucha y El Patriota no comenzaba de ceros. La publicación de Nariño vino, en realidad, a relevar los esfuerzos que ya había hecho en un sentido similar el periódico bogotano El Insurgente,una publicación de inconfundible talante nariñista –aunque no fue redactada directamente por el santafereño sino por algunos de sus amigos y colaboradores– y que fue suspendido, según su propia versión, por la animadversión que despertaba entre los círculos oficiales.[8] Nariño debió recusar en múltiples oportunidades su autoría, y de paso responder ante las amenazas de muerte que le fueron hechas por suponerlo autor de esta publicación. Según podemos leer en una carta enviada al editor del Correo de la ciudad de Bogotá:

Pues no sólo no soy autor de estos papeles, sino que desde mi vuelta a esta ciudad no he puesto un solo renglón en la imprenta; y si lo fuera, hoy declararía mi nombre, porque los que creen que a mí se me hace callar con amenazas de balas y cadalsos, seguramente han olvidado la historia de mi vida; jamás me he desmentido, ni entre los españoles, ni entre los nuestros, ni en los calabozos, ni en el campo de batalla… Fuera yo u otro el autor de tal papel, ¿qué quiere decir eso de espantar, de recetar balas y cadalsos al que escriba con libertad? Si el papel contiene máximas de las que reprueban las leyes, ¿no hay un tribunal de censura para juzgar a su autor? ¿Por qué no se le acusa, y no dar palo de ciego? Y si no contiene nada de lo que se le pueda acusar, ¿por qué ese encarnizamiento, esa animosidad contra el que se cree su autor? La razón es bien sencilla, porque se creyó, o se supuso creer, que era yo. Y estos son los hombres de juicio a quienes sólo debe oír el público; estos son los verdaderos amantes de la libertad, aunque confiesan que no lo pueden digerir porque es alimento para ellos de difícil digestión.[9]

Precisamente, la disputa entre Los Toros de Fucha y El Patriota se convirtió en una disputa por dilucidar el papel de la opinión pública en el nuevo orden y los alcances y los límites del ejercicio de la libertad de imprenta en el país. Para Nariño, la opinión pública tenía una doble función. Por un lado, cumplía un papel de orientación del poder estatal y de control de los funcionarios locales. La opinión pública semejaba una especie de sujeto político siempre vigilante y necesario para el correcto funcionamiento de un verdadero gobierno republicano, una figura trascendente que protegía los derechos de los ciudadanos de los abusos del poder y de la tiranía. Por otro lado, la opinión pública se constituía en un espacio libre de comunicación y discusión entre individuos autónomos e imaginados como iguales en la razón sobre asuntos de interés común. De allí que en Los Toros de Fucha se perfile con toda claridad la imagen de la opinión pública como un faro que al tiempo que iluminaba a los magistrados, oponía obstáculos a la arbitrariedad; como un torrente crítico, que a través de la sana censura, desprovista de intereses particulares y de mezquinas intenciones, permitía el perfeccionamiento del orden republicano y el cumplimiento de la ley.  

Sin embargo, las realidades de la opinión pública colombiana no parecían corresponderse bien con las expectativas y los entusiasmos iniciales plasmados en decenas de periódicos locales, pues, como diría Nariño, por aquellos días “sobre nada útil se escribe”. En este sentido, el santafereño elaboró en Los Toros de Fucha un balance nada alentador de la libertad de imprenta en la capital. En primer lugar, la imprenta estaba siendo usada de manera equivocada y abusiva, pues las máquinas tipográficas, en vez de ocuparse de guiar al público y de iluminar los trabajos del Congreso, “solo gimen cuando se ven obligadas a estampar sus rasgos pintorescos y graciosos” en “personalidades y más personalidades, chocarrerías, insultos y desprecio”: “estos papeluchos que insultan sin pudor y con amenazas a todos los que no siguen sus ideas, son los que tienen mudas las imprentas”.[10] En segundo lugar, la discusión pública estaba monopolizada por la voz y por la agenda del gobierno. Algunos temas, como el federalismo, las reformas constitucionales y el papel de los ejércitos en el nuevo orden –temas de no muy buen recibo por parte de los círculos oficiales–, parecían, como en otras épocas el accionar del gobierno monárquico, vedados al debate. En consecuencia, no había espacio legítimo para los contradictores del Ejecutivo. La posibilidad de disentir de las opiniones y de los mandatos oficiales, sin ser amenazado o tildado de atentar contra la tranquilidad pública y el “buen orden”, era mínima:

¿Qué diablos entiende por federación, cuando hasta los toros del encierro le parecieron federados? Y, ¿por qué es este espanto en una República libre y con una constitución que garantiza la libertad de la imprenta y de las opiniones? ¿Por qué es más delito en el día la palabra federación que la de Fernando VII? ¿Dirá usted que esta palabra es destructora de la misma constitución? No, señor mío, las opiniones de Pedro, Juan, ni Diego, en un gobierno libre no destruyen las leyes, antes bien las fortifican; y si no, díganos usted, ¿en dónde está esa preciosa propiedad de nuestras opiniones? Suponga usted que a mí se me antojara decir que el gobierno del doctor Francia en el Paraguay es el más adecuado para estos climas; que conviene que el jefe del gobierno sea el jefe del culto, el vista de la aduana, el administrador de correos, y el único juez en toda la República, ¿se me debería castigar por esto?, ¿se me debería amenazar con que correrían muchos punticos y tinta? Ya se dijo en el congreso de Cúcuta que el gobierno teocrático era el que nos convenía, ¿no podrá su autor decirlo también por la imprenta? Y si todos podemos decir francamente nuestras opiniones a la sombra de la constitución, ¿por qué no ha de poder decir federación el que se le antoje? ¿Es acaso esto una ley que destruya las que están establecidas?[11]

Precisamente, para Nariño, El Patriota condensaba bien, “en su idioma y en su figura”, los vicios de una libertad de imprenta mal entendida –por supuesto, lo anterior no fue obstáculo para que el santafereño, como estrategia retórica, siempre encabezara su publicación citando alguna ocurrencia de El Patriota para volverla en su contra–. Para Nariño, la publicación de Santander no era digna de una publicación de Colombia. Por el contrario, era una “papelucho” incapaz de formar la opinión pública en favor del nuevo orden y de instruir al pueblo en el abecé republicano; era un “papel de colegio en misas de aguinaldo” cuyo único objetivo, antes que procurar el bien general y la utilidad pública, era “saciar pasiones particulares a la sombra del anónimo, y fomentar quizás una guerra civil”, además de “imponer silencio a los demás, amenazar, [y] advertir a los que quieran hablar”.  De este modo, concluía el santafereño, como “lo que nos importa es libertad práctica”, “esta no la hay cuando se quiere tapar la boca”. [12]

Para respaldar su propio diagnóstico, Nariño acudió a un incidente reciente que había sido motivo de todo tipo de comentarios en la prensa local. En su Segunda corrida, Nariño afirmó que había sido citado al palacio de gobierno por el mismo vicepresidente, en presencia de su consejo en pleno, para que respondiera unas preguntas sobre la existencia de la libertad de imprenta en el país. Según Santander, el objetivo de tal llamamiento era atender las demandas de Los Toros de Fucha con respecto a la ausencia de garantías para opinar libremente. Para Nariño, este interrogatorio no solo se debía al celo del gobierno por garantizar el imperio de las libertades, sino que daba cuenta de los excesivos poderes concentrados en el Ejecutivo y de su capacidad para amedrentar veladamente a los ciudadanos críticos del orden constitucional y de las providencias oficiales:

Aunque dudé si el poder ejecutivo y su consejo tienen facultad para exigir mi creencia en la materia, como lo dije, no obstante contesté: que creía que la había mientras aquel papel y los demás que pensaba escribir corriesen libremente. Su excelencia me dijo entonces que iba a mandar poner en la Gaceta que yo había dicho que había libertad de imprenta. A lo que le repuse que yo también lo diría y comprobaría esta verdad con mis escritos. Manifesté luego a su excelencia la sorpresa que me causaban aquel aparato, las preguntas, y lo que debía haber esperado si hubiera dicho redondamente que no había libertad de imprenta. Su excelencia me contestó que era una casualidad el que se hallara reunido el consejo, y que las preguntas se me habían hecho porque el gobierno deseaba acertar y remover cualesquiera obstáculos que pudiera haber puesto a la libertad de la imprenta. Hubo algunas otras preguntas y respuestas, y me retiré.[13]

Al tiempo que Nariño siguió tanteando con sus escritos los límites de la libertad de imprenta, El Patriota continuó “poniéndole algunas banderillas” al “viejo general”. Aunque el periódico de Santander había sido creado con el objetivo primero de “contrarrestar el influjo de los malvados” y “mantener al pueblo en su entusiasmo por la independencia y libertades”,[14] terminó enfilando baterías, antes que contra los monárquicos –que también–, contra todos aquellos que cuestionaban en alguna medida el orden constitucional, en particular, contra aquellos que defendían el federalismo como la mejor forma de gobierno para Colombia. Además de las publicaciones caraqueñas, Nariño y su círculo de amigos y colaboradores se convirtieron rápidamente en el blanco favorito de sus dardos. De allí sus fuertes diatribas, primero contra El Insurgente y luego contra Los Toros de Fucha.

Si en algo coincidía Santander con Nariño era que la opinión pública era el espacio privilegiado para que los “sabios y los literatos de Colombia” pudieran hablar al oído al Ejecutivo y al pueblo. Sin embargo, antes que poner el énfasis en el talante censor de la opinión, el vicepresidente puso el acento en su papel indispensable como elemento de gobierno. Para el vicepresidente, la verdadera opinión pública, y el espacio de consenso y conformidad que esta implicaba, más que las armas y los movimientos militares, garantizaban la construcción de un orden político estable capaz de liquidar a los enemigos de la Independencia. Se trataba, entonces, con el talante unánime de la opinión, de reforzar el precario equilibrio de la política colombiana y de sembrar el espíritu de conformidad con los mandatos del gobierno. Santander, al frente de un nuevo gobierno y de un nuevo país, temeroso de la división social y de eventuales alzamientos populares, estaba más preocupado por preservar la unidad de la opinión pública, es decir, la unidad de la comunidad política, que por la defensa del pluralismo  y por la legitimidad de las opiniones discordantes.

De allí que El Patriota se imaginara a sí mismo como el defensor de la verdadera opinión pública, de aquella que se había manifestado ya en la constituyente de 1821 y que había cristalizado en la Constitución de Cúcuta. La opinión pública no podía entrar en contradicción con la voz de la nación, pues eran una sola y misma cosa. Todo aquello que atentara contra esta era considerado por el vicepresidente como meros intereses particulares, opiniones pervertidas y voces de sedición. De allí, entre otras cosas, su defensa enconada del centralismo sancionado por la Constitución y su consideración de que una palabra vertida en contra de los escritos oficiales era una verdadera afrenta para el nuevo titular de la soberanía.

No es casualidad que Santander en sus artículos contra Nariño y en su ataque contra los defensores del modelo federal apele con frecuencia a la opinión pública en tanto que reflejo de la voluntad general de los pueblos, pues mientras que la voluntad particular degeneraba en despotismo y favorecía la agitación facciosa, la voluntad general perseguía el bien común, el buen gobierno de la República. De este modo, la opinión pública aparece fundamentalmente como una fuerza constitutiva dirigida a la conservación del todo político:

El escritor que emita sus opiniones de acuerdo, con lo que la voluntad general de la nación ha estatuido no es un perverso ciudadano, ni sus escritos harán jamás perjuicio alguno al Estado. Luego escribir de concierto con la constitución de Colombia, como ha hecho el autor de este papel, lejos de ser vituperable, es, o al menos debe ser, laudable.[15]

De este modo, para El Patriota, Nariño se equivocaba al autoproclamarse como el verdadero vocero de la opinión pública. Ni el bien público, ni el amor a la patria, ni el interés general eran los resortes principales de Nariño para publicar su periódico. Por el contrario, lo único que lo motivaba a escribir era el afán de hacerse con el poder, pues el santafereño, dirá Santander, nunca estaba satisfecho si no estaba al frente del gobierno. Según  El Patriota, el mismo Bolívar habría dicho en alguna oportunidad que Nariño “era uno de aquellos seres que descontentos con toda situación que no les daba grande influjo, provocan a la anarquía, y propenden a desquiciar los gobiernos más bien establecidos”.[16] Asimismo, el periódico nariñista no era representativo del sentir del público y tan solo encarnaba, si al caso, la voz del mismo santafereño y de su corto círculo de áulicos. Para Santander, Los Toros de Fucha eran como las “bagatelas” de la Primera República, donde “hay hombrecitos que están pensando que Bogotá es toda la república, y que el voto de media docena de indecentes chisperos es la opinión de la república”. “¡Pero ya es vieja la manía de querer volver voto de la nación el grito, o los furores de cuatro adictos a Usted. Ni Usted es potreros de Fucha, ni solo su quinta se llama Fucha” –y aquí es importante notar cómo todos los bandos, todas las facciones y todos los escritores públicos se arrogan el monopolio de la verdadera opinión para recubrir de legitimidad sus propias ideas y demandas–.[17]

En cualquier caso, el debate entre ambas publicaciones cesó pronto. El 19 de marzo, Santander, “en sacrificio a la paz y unión que debe reinar entre los colombianos” propuso un armisticio a Nariño y le otorgo la “libertad de volver a abrir la disputa en otro tiempo que sea más favorable y que no pueda influir contra la tranquilidad pública; entonces volveremos a hablar con la firmeza y audacia que acostumbramos cuando nos creemos con razón y justicia”.[18] El santafereño, aunque escéptico, aceptó los términos del armisticio, no sin antes poner de presente que lo que buscaba el autor de El Patriota era silenciar toda voz disidente y poder “hablar solo”: “ni busco disputas, ni quiero disputas, ni sé cuáles son los tiempos más favorables para defenderse uno de insultos que se le prodigan gratis, ni cuándo vendrán esos tiempos más favorables (Dios los traiga) en que usted tenga razón y justicia”.[19] Sin embargo, los ataques de El Patriota continuaron. Nariño fue reputado como un “perturbador por esencia y oficio”, un “adocenado charlatán” e “impostor maldiciente”, y su patriotismo fue seriamente cuestionado al calificarlo de “hombre adicto a España y al rey” y de apropiarse de las rentas públicas.[20]

Nariño nunca respondió a tales asertos. Para zanjar la disputa de manera definitiva, el santafereño simplemente publicó una hoja suelta donde a manera de epígrafe retomaba las palabras de El Patriota, “mírese al General Bolívar por la parte que se quiera, su opinión será siempre más respetable, más justa, más razonable que la de un ciudadano, SEA LO QUE SEA”, y a renglón seguido, insertaba una misiva del caraqueño, donde este, además pedirle ayuda para negociar la paz con los comisionados españoles e instalar el primer congreso colombiano, saludaba con gran entusiasmo su arribo a Colombia:

Entre los muchos favores que la fortuna ha concedido últimamente a Colombia cuento como el más importante el de haberle restituido los talentos y virtudes de uno de sus más célebres e ilustres hijos. Vuestra señoría merece por muchos títulos la estimación de sus conciudadanos y muy particularmente la mía.[21]

De este modo, Nariño dio por terminada su última gran disputa periodística, sellándola con la palabra de Bolívar. Sin embargo, pronto esa misma “estimación de sus conciudadanos” sería puesta a prueba en el otro gran foro de la opinión pública: en el Congreso colombiano. Nariño siempre sostuvo que El Patriota y otros papeles habían sido dados a la luz para prevenir los ánimos del público en su contra y para incidir de manera directa en el juicio que se le iba a adelantar por aquellos días en dicha corporación –el primero que se llevara a cabo en la historia del congreso colombiano–:  

¿No podré sin faltar a esta virtud [republicana], justamente recomendada, decir al público: que no conociendo al autor del Patriota, y estando para reunirse el Congreso, en donde se me debe juzgar, se trata de prevenir la opinión en mi contra? ¿No será más que fundada esta sospecha cuando las injurias que se me prodigan no pueden tener otro objeto, ni yo los he provocado?[22]     

En efecto, a principios de 1823, Nariño fue elegido senador para el Congreso, ahora instalado en Bogotá. Su designación encendió las alarmas entre los santanderistas, que veían en el santafereño un opositor pertinaz, y fue rápidamente recusada por Vicente Azuero y Diego Fernando Gómez bajo tres cargos: malversación de fondos en la Tesorería de Diezmos de la ciudad durante el gobierno virreinal; traición a la patria por entregarse voluntariamente a los monárquicos en Pasto en el marco de la Campaña del Sur en mayo de 1814 e inhabilidad por no tener el tiempo suficiente de residencia en Colombia para ser senador, según lo establecido en la Constitución. El 15 de mayo, Nariño presentó durante tres horas su célebre Defensa, donde no solo rebatió uno a uno los argumentos de sus contradictores –al tiempo que los acusó de apropiarse ellos mismos del patrimonio de la joven nación y de querer figurar a sus expensas–, sino que también presentó su vida pública como un esfuerzo por apuntalar el imperio de la opinión pública y el lenguaje de derechos y de libertades individuales en la Nueva Granada. Era este tribunal el que debía juzgarlo y dictaminar si había sido un ciudadano patriota, un ciudadano preocupado por la utilidad pública y el interés general:

Qué satisfactorio es para mí, señores, verme hoy, como en otro tiempo Timoleón, acusado ante un senado que él había creado, acusado por dos jóvenes, acusado por malversación, después de los servicios que había hecho a la República, y el poderos decir sus mismas palabras al principiar el juicio: "oíd a mis acusadores –decía aquel grande hombre–; oídlos, señores, advertid que todo ciudadano tiene derecho de acusarme, y que en no permitirlo, daríais un golpe a esa misma libertad que me es tan glorioso de haberos dado"… Que la indignación pública venga tras la justicia a confundirme, si en el curso de toda mi vida se encontrase una sola acción que desdiga de la pureza de mi acreditado patriotismo…  Suponed, señores que en lugar de haber establecido una imprenta a mi costa en lugar de haber impreso Los derechos del hombre; en lugar de haber acopiado una exquisita librería de muchos miles de libros escogidos; en lugar de haber propagado las ideas de libertad, hasta en los escritos de mi defensa, como se verá después, solo hubiera pensado en mi fortuna particular, en adular a los virreyes, con quienes tenía amistad, y en hacer la corte a los oidores, como mis enemigos se la han hecho a los expedicionarios. ¿Cuál habría sido mi caudal en los 16 años que transcurrieron hasta la revolución? ¿Cuál habría sido hasta el día?... ¿Y porque todo lo he sacrificado por amor a la patria, se me acusa hoy, se me insulta, con estos mismos sacrificios, se me hace un crimen de haber dado lugar, con la publicación de Los derechos del hombre, a que se confiscaran mis bienes, se hiciera pagar a mis fiadores, se arruinara mi fortuna y se dejara en la mendicidad a mi familia, a mis tiernos hijos? Dudar, señores, que mis sacrificios han sido por amor a la patria, es dudar del testimonio de vuestros propios ojos. ¿Hay entre las personas que hoy me escuchan, hay en esta ciudad y en toda la República, una sola que ignore los sucesos de estos 29 años?[23]

Finalmente, Nariño, en medio de los aplausos del público, fue absuelto de todos los cargos –solo uno de los senadores votó en su contra– y participó en las demás sesiones legislativas del Congreso. Las diferencias entre Nariño y Santander fueron resueltas en privado. El 22 de octubre, Santander le escribió una carta como “prueba de amistad y de absoluta confianza” contándole los pormenores de las campañas bolivarianas en Perú y las nuevas noticias sobre la debacle liberal de España.[24] Días antes, Nariño le había escrito al vicepresidente sobre sus problemas de salud al tiempo que le agradecía por sus “amistosas expresiones”.[25] Nariño, aquejado por múltiples dolencias y con importantes problemas para ver, se había retirado, por recomendación médica, a un clima más benigno para su salud. Llegó a Villa de Leyva a comienzos de diciembre y allí murió a los 58 años. Su epitafio resume bien toda su confianza en el veredicto implacable de las futuras generaciones, del público que él mismo se encargó de convertir en la nueva instancia de legitimidad del orden político: “amé a mi patria; cuánto fue ese amor, algún día lo dirá la Historia. No tengo que dejar a mis hijos sino mi recuerdo; a mi patria, le dejo mis cenizas”.



[4] Véanse los trabajos de Leidy Torres sobre el Correo de la Ciudad de Bogotá y El Patriota.

[5] El Patriota (Nº9: 2-III-1823:67-68). Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 1823.

[13] Los Toros de Fucha (Nº2: III-1823: s.n.).  Bogotá, Imprenta de Espinosa, 1823. Con seguridad, este número salió a mediados del mes de marzo si contrastamos con los números de El Patriota.

[14] El Patriota (Nº1: 26-I-1823:1). Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 1823.

[15] El Patriota (Nº23: 23-IV-1823:177). Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 1823.

[16] El Patriota (Nº18: 6-IV-1823:140: 139). Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 1823.

[17] El Patriota (Nº20: 13-IV-1823:150) (Nº11: 12-III-1823:82). Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 1823.

[18] El Patriota (Nº13: 19-III-1823:100). Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 1823.

[19] Los Toros de Fucha (Nº3: IV-1823: s.n.).  Bogotá, Imprenta de Espinosa, 1823. Con seguridad, este número salió a principios del mes de abril si contrastamos con los números de El Patriota.

[20] El Patriota (Nº18: 6-IV-1823:140) (Nº20: 6-IV-1823:152-156). Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 1823.