2.1.1 Nariño, el gran polemista. La Bagatela (1811-1812)

Los acontecimientos del 20 de julio de 1810 encontraron a Nariño en Cartagena, mientras cumplía otro periodo más de la larga cadena de prisiones ocasionada por la impresión y la traducción de los Derechos del hombre y del ciudadano en diciembre de 1793. Unas pocas semanas después de que el pueblo neogranadino se convirtiera en el “pueblo soberano”, el santafereño fue puesto en libertad por las nuevas autoridades cartageneras y, de manera previsible, no tardó en tomar su pluma para contribuir en la cimentación del nuevo orden. La oportunidad no podía ser más propicia. La Junta Suprema de la capital había convocado a las provincias para que cada una enviara un diputado para el “primer congreso del Reino”. Mientras que Pamplona y El Socorro adhirieron rápidamente a la propuesta santafereña, la Junta cartagenera objetó parcialmente su contenido y propuso, además del traslado de la sede del Congreso de Santafé a Medellín, que la convocatoria se realizara teniendo en cuenta la totalidad de habitantes libres en cada una de las provincias. La polémica en torno al primer Congreso neogranadino estaba servida y la respuesta de Nariño no se hizo esperar.

En efecto, en septiembre de 1810, el santafereño volvió al ruedo político con las Reflexiones al manifiesto de la Junta Gubernativa de Cartagena, donde no solo se esforzó por rebatir cada uno los asertos de la propuesta cartagenera, sino que también hizo una exposición de los nuevos fundamentos del poder: la soberanía del pueblo, el principio de la representación y la opinión pública. Nariño había escrito sus Reflexiones, calificadas por la Junta capitalina como “bastantemente solidas y enérgicas”, persuadido de que “todo ciudadano amante de su patria puede y debe manifestar su opinión y las razones en que la funda”. De allí a que invitara a sus eventuales contradictores a “que se oigan con imparcialidad las razones, y que por solo ellas se decida”.[1] El documento fue publicado un mes después, cuando fue adoptado como respuesta oficial por las autoridades santafereñas y, como era de esperarse, causó gran revuelo en Cartagena. Para los editores del Argos Americano, periódico oficial de la Junta de esa ciudad, el escrito de Nariño no era más que un conjunto de “opiniones erróneas, y apoyadas en falsos principios” y en consecuencia, basados en que “las opiniones de un gobierno cualquiera que sea, tienen más influjo en el pueblo”, se habían dado a la tarea de “probar la falsedad de los fundamentos en que apoyan su opinión”.[2]

De esta manera, el espacio público se tornó en espacio de disenso. Nadie podría arrogarse ahora ninguna posición de legitimidad incuestionable por encima de sus adversarios políticos. Toda propuesta política podría ser combatida desde los mismos estandartes de la razón; ninguna podría superar el estatuto de mera opinión. De allí que fijar la opinión a través de diferentes impresos se convirtiera en una labor de primer orden para los gobiernos juntistas. Estaba en juego fundar su propia legitimidad y garantizar su propia existencia. Según los diccionarios de la época, “fijar” consistía, entre otras cosas, en “establecer y quitar la variedad que puede haber en alguna cosa no material, arreglándose a la opinión que parece más segura, y desechando las demás que desconforman con ella”. También podía entenderse como “determinar las ideas acerca de un objeto, que antes no estaban generalmente determinadas o estaban expuestas a la controversia”.[3] Así, para Nariño, se trataba con sus Reflexiones de apuntalar la autoridad de una sola y única voz –la de la Junta de Santafé– sobre la diversidad de pareceres, ubicándola en un lugar de trascendencia capaz de velar su estatuto de mera opinión y vaciar su radical incertidumbre: el lugar del público. Como afirmó el santafereño, “si no reducimos á unidad las ideas, las empresas, los fines, y los intereses, preparamos sin duda la seguridad del triunfo a nuestros enemigos”.[4] Fijar la opinión, entonces, se convirtió en la divisa de todos los escritores públicos.

Al arribar a la capital, Nariño encontró el ambiente político agitado y enrarecido. Después de ser elegido en diciembre de 1810 como secretario del primer Congreso neogranadino –cuya fugaz existencia anunciaba ya las grandes dificultades que sortearían los nuevos gobiernos–, no tardó en recurrir a la imprenta para publicar un escrito suyo presentado ante los nuevos tribunales. El recurso de Nariño tenía dos propósitos fundamentales. Por un lado, conseguir que las autoridades santafereñas compensaran en alguna medida, con los bienes y los caudales embargados al virrey Amar y Borbón, los daños y perjuicios generados por sus 16 años de prisiones.Por otro lado, denunciar la nueva persecución en su contra por parte de ciertos “patriotas” y la injusticia de su inhabilitación para ocupar cargos públicos debido a que era considerado “deudor fallido” del gobierno virreinal: “se me ha querido sindicar tácita e indirectamente en las contiendas que se han tenido con el Congreso; y últimamente tácita e indirectamente se me ha excluido de toda representación nacional. Es cosa asombrosa, y quizá sin ejemplo, lo que a mí me sucede: he padecido diez y seis años por amor a la Patria, y con este padecimiento me hago indigno de poder ocupar un lugar distinguido en ella”.[5]

Nariño adicionó al final de este documento la misma declaración francesa que había impreso años atrás con el objetivo de exigir la garantía de sus derechos como ciudadano neogranadino, pues, según sus propias palabras, “se me ha perseguido por opiniones políticas que cambian su aspecto cuando cambian los gobiernos; este gobierno ha cambiado, y yo me veo hoy tratado como en el antiguo gobierno”. Se trataba, entonces, de dotar de contenido las diecisiete proposiciones que consagraban la igualdad, la libertad y la propiedad como los pilares del orden político en construcción. Nariño, al dar a la luz su escrito, además de contribuir a las “luces del Reino”, y de paso informar a los neogranadinos sobre el origen de sus innumerables infortunios, hacía uso de sus derechos, en particular de aquel consagraba la libertad de imprenta y de opinión como garante de la ciudadanía:  

11. La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos preciosos del hombre: todo ciudadano en su consecuencia puede hablar, escribir, imprimir libremente, debiendo sí responder de los abusos de esta libertad en los casos determinados por la ley.[6]

Precisamente, dos meses después de publicar su alegato ante los tribunales de justicia, el 14 de julio de 1811, el mismo día de la toma de La Bastilla, salió al ruedo político La Bagatela, acaso la principal seña de identidad de Nariño hasta nuestros días. El periódico circuló todos los domingos por cerca de ocho meses, y contó en total con 38 entregas, 98 suscriptores y un tiraje promedio de 420 números semanales. La publicación fue leída, además de en toda la Nueva Granada, en Venezuela, Quito, Panamá y Puerto Rico. La imprenta de Bruno Espinosa de los Monteros, la otrora “Imprenta Real”, fue la encargada de dar vida al proyecto del santafereño. El título de la publicación y su mismo prospecto –que parece más un antiprospecto– revela de antemano su talante satírico y polémico. Prometer “bagatelas”, cosa de poca sustancia y valor, antes que “tesoros” y solemnidades retóricas, no solo remachaba su distancia con la prensa del momento, sino que también blindaba sus propias ideas de la crítica de sus contradictores: “porque mientras más se empeñen en querer hacer creer que lo que contiene son bagatelas, más ayudan a llenar su título, y más lo elogian”.[7]

Nariño acudió a toda suerte de invenciones retóricas como diálogos, sueños, intercambios epistolares y fábulas políticas para afirmar su propia posición editorial. Sin embargo, no se trataba de meros refinamientos literarios. Por el contrario, el mismo lenguaje mordaz y juguetón de la publicación puede entenderse como un abierto reconocimiento de la ampliación del público, que ya comenzaba a rebasar los estrechos círculos de la república de letras para comprender un amplio abanico de espacios públicos: las calles, las plazas, las chicherías y los mercados –constatación esta que nos permite cuestionar de manera contundente las divisiones entre la cultura de élite y la cultura popular (con frecuencia asociada únicamente con lo oral), para dar paso a una visión más compleja de las realidades de la imprenta y de los rasgos de las comunidades de lectores en la Nueva Granada, menos monolíticas de lo generalmente asumido–. No en vano uno de los contradictores de La Bagatela daba cuenta de cómo esta era leída en Santafé por todo tipo de personajes, desde los “tienderos”, los “caballeros” y los “políticos de chichería” hasta los “señoritos”, los “calentanos” y los “ancianos”.[8]

Sin duda, los neogranadinos ya habían comenzado a familiarizarse con los nuevos hábitos de lectura y sociabilidad alrededor de los papeles periódicos. Aunque estos aún tuvieran que vencer ciertas resistencias sociales, más allá de las disputas de carácter ideológico, es evidente que la cultura de la imprenta ya había llegado a un punto de no retorno en la politización de los espacios públicos locales: la producción y la circulación constante de la opinión, tanto de manera individual como colectiva; la necesidad de informarse y tomar posición; y las batallas de los editores de los periódicos por ganar legitimidad y obtener el favor del mayor número de lectores en tanto que seguidores políticos y también eventuales compradores, así lo confirman. Ya lo advertía el mismo Nariño en las páginas de La Bagatela, los periódicos “siendo cortos y comenzando a rodar sobre las mesas, obligan en cierto modo a que se lean”.[9]

 

Para el santafereño, los periódicos eran los instrumentos privilegiados del nuevo orden, el distintivo de la nueva época inaugurada por el imperio de la opinión pública, pues “es imposible propagar la instrucción y fijar la opinión pública sin papeles periódicos”.[10] Estos aparecen en sus escritos como la respuesta ante todo tipo de desafíos: la evidente fragmentación del cuerpo político; los esfuerzos de los realistas por apuntalar la soberanía de Fernando VII; la legitimidad del nuevo ordenamiento y del nuevo personal político; la denuncia de la arbitrariedad y la injusticia de los gobiernos. Por supuesto, para Nariño, los periódicos debían circunscribirse a los usos de la libertad de imprenta sancionados por la Constitución para hacer el bien a la comunidad política: no podían perturbar ni la tranquilidad pública ni los principios de la religión católica, ni la propiedad, ni el buen nombre de los ciudadanos.[11] De la mano de todas estas posibilidades conceptuales, en La Bagatela se perfilan con fuerza tres sentidos fundamentales de la opinión pública: como espacio idóneo para el avance de las “buenas ideas” y la derrota de la tiranía; como contralora y guía de la acción de todo gobierno legítimo; y como espacio abierto de debate sobre asuntos de interés general.  

En primer lugar, para Nariño, la opinión pública era un escenario para la instrucción de los ciudadanos en los asuntos de la política y para la libre circulación de las luces, aquellas que debían convertirse en un muro de contención contra el despotismo del gobierno español. Los periódicos debían cuestionar las autoridades y las instituciones del orden antiguo y erosionar la legitimidad del principio monárquico, no solo como un tipo específico de gobierno sino como la forma de comprensión más adecuada de las realidades americanas. Al mismo tiempo, la fuerza moral de la opinión pública debía apuntalar la “libertad de la Nueva Granada” y el gobierno de las nuevas autoridades, debía construir un espacio de conformidad alrededor del orden político en construcción, orden cimentado sobre premisas radicalmente diferentes a las que habían regido hasta entonces:

Todas las delicias de la vida nacen de estos principios: el ciudadanos estudioso y retirado toma la pluma sin temor y se entrega al placer de manifestar sus opiniones y de instruir a sus semejantes; su gabinete es un castillo inexpugnable desde donde se ataca el despotismo sin riesgo de ser oprimido: el ciudadano pacífico duerme tranquilo al abrigo de las nuevas leyes, y de su propia conciencia: el hombre laborioso ve sin sobresalto el fruto de sus sudores asegurado contra un fisco audaz que no le puede privar de él sin crimen. De aquí nace la confianza entre el gobierno y el público, del amigo para con el amigo,  y de la esposa para con su marido; la confianza se reanima cuando los hombres se creen seguros al abrigo de las leyes, y solo la confianza mutua puede hacer la felicidad de la vida.[12]

Precisamente, la opinión pública entendida como un espacio de ilustración pública, se constituía también en un faro para el buen gobierno. Para Nariño, los papeles periódicos semejaban una especie de oráculo político para los gobernantes. Si las nuevas autoridades ahora debían rendir cuenta de sus actos ante el público, este último contaba con la potestad para orientarlo –a partir del consejo y la crítica– sobre los asuntos de la República. Nariño afirma en su periódico la función de la opinión pública como apoyo y guía del gobierno y como principal contrapeso del poder. Sin embargo, el público debía tener siempre presente que no se trataba únicamente de una dimensión crítica y censora del gobierno, sino también de reconocimiento y aplauso: “tampoco es la imprenta un privilegio exclusivo para censurar al gobierno: es para censurar lo malo sea del gobierno o del público, y para aplaudir lo bueno, y formar la opinión”. Así, el sujeto de la opinión podía apoyar o refutar los mandatos oficiales, al tiempo que vigilar y exigir responsabilidades al gobierno, pues según Nariño,“respecto de los agentes del gobierno, siempre que no sean al propósito para el cargo que tienen, es un bien para la nación el que se haga ver su incapacidad. Por tanto es una virtud, y no un delito el manifestarla”.[13]

 

El “golpe de opinión” dado por La Bagatela al gobierno de Jorge Tadeo Lozano, que terminó con su remoción definitiva y con el ascenso de Nariño a la presidencia del Estado de Cundinamarca, confirma el poder casi taumatúrgico de la opinión pública. En efecto, el 19 de septiembre de 1811, los santafereños pudieron leer en las páginas de la publicación –la cual también había sido fijada en la esquina de la Calle Real– unas “noticias muy gordas” relacionadas con los grandes peligros que enfrentaba la existencia política de la Nueva Granada ante la falta de “energía y firmeza” de las nuevas autoridades: la inminente llegada del virrey Benito Pérez al bastión monárquico de Santa Marta y el consiguiente reforzamiento de tropas realistas en esta ciudad; las amenazas de invasión provenientes de Maracaibo con el apoyo de Cúcuta; y la situación crítica Popayán, sumado al silencio de las cosas de Quito, amenazaban con desbaratar el precario armazón de la política neogranadina.[14] La justificación del cambio de gobierno que apareció en el primer número de la Gazeta Ministerial de Cundinamarca,el nuevo periódico del gobierno nariñista, da cuenta bien de cómo la opinión pública ya se había instalado sin dificultad como cimiento del nuevo orden político:

…el pueblo de Santafé y especialmente algunos celosos patriotas, notaban poca energía en el gobierno; imaginaban que aquellos a quienes tienen por enemigos domésticos, estaban ostentando demasiado orgullo y haciéndose un partido formidable. Efectivamente, no eran estos recelos mal fundados al ver que se imprimían, temerariamente, discursos en que se atacaban las bases de nuestro gobierno y se impugnaba la justicia de nuestra causa. Por momentos crecían los temores y ya parecía que amenazaba alguna conspiración semejante a las que han brotado en Caracas y Cartagena. Llegaron, a su más alto punto, cuando se esparcieron en esta ciudad las noticias de que había entrado un refuerzo de Santa Marta; que esta plaza era el lugar de reunión que se tenían asignado nuestros antiguos opresores y el que quiere ser virrey de este reino y, finalmente, que Cúcuta se había unido con Maracaibo en odio de Pamplona…[15]

Esta misma opinión pública, que hacía tambalear gobiernos y expresaba la voluntad general, era ahora la instancia suprema de la política, el medio privilegiado para la deliberación pública y para el triunfo de la razón sobre el error. En este sentido, la noción descansa en un modelo deliberativo idealizado, desprovisto de intereses particulares y pasiones políticas, que pronto terminará desbordado por la imposibilidad de un consenso duradero. Así, la labor de conformidad de la opinión pública debía actualizarse constantemente; fijarla parecía no tener fin. Este ideal unitario de la opinión pública se encontraba anclado en la búsqueda de una verdad única y objetiva, que al tiempo que premisa aparecía como resultado de la discusión razonada –y de la cual se reclamarán portavoces preclaros todos los bandos en disputa–.En este sentido, las polémicas con respecto al “mejor sistema de gobierno” y al lugar de la Iglesia católica en el nuevo orden en las que se vio envuelta La Bagatela permiten ilustrar el contenido de tales asociaciones.

Por un lado, La Bagatela se constituyó en una de las principales tribunas contra el federalismo en toda la Nueva Granada –aunque, como veremos más adelante, muchas de sus ideas serán desarrolladas con más potencia en las gacetas oficiales del gobierno nariñista–. Desde la perspectiva del Nariño de La Bagatela, la federación era una opción poco adecuada a la realidad política neogranadina debido al profundo arraigamiento de ciertas tradiciones políticas neo-tomistas; la escasez de luces en el Reino; la falta de experiencia política y administrativa de las élites locales; los mutuos recelos entre las provincias; y la incapacidad manifiesta para sostener un amplio funcionariado y un gran ejército a disposición del gobierno federal sin exigir grandes contribuciones a los pueblos. No en vano el santafereño eligió la frase “pluribus unum” –“de varios, uno” o “uno a partir de varios”– como epígrafe de la publicación. La famosa divisa de la revolución estadounidense, que celebraba la unión de las trece colonias, funcionó como una abierta declaración de principios políticos y de compromiso con el proyecto centralista:

…el sistema de convertir nuestras provincias en estados soberanos para hacer la federación, es una locura hija de la precipitación de nuestros juicios y de una ambición mal entendida… No es la extensión del terreno, no es la población, no son las riquezas, ni las luces que forman la fuerza de un imperio por si solas: la suma total de todas estas cosas forman su fuerza; y si nosotros en lugar de acumular nuestras luces, nuestras riquezas, y nuestras fuerzas, las dividimos en otras tantas partes como tenemos de provincias, ¿cuál será el resultado? Que si con la suma total de nuestros medios apenas nos podremos salvar; dividiéndonos, nuestra pérdida será tanto más probable cuanto mayor sea el número de partes en que nos dividimos…[16]

Por otro lado, La Bagatela inauguró uno de los debates más complejos del siglo XIX neogranadino: las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado y el lugar de los religiosos en la esfera pública. Para Nariño, los eclesiásticos no debían pontificar sobre asuntos políticos. Su participación debía limitarse únicamente a ser el sostén de los gobiernos legítimos y no a sembrar la discordia y la división, pues el gran influjo de religiosos en la sociedad los hacía potencialmente peligrosos para el orden: “así como los buenos eclesiásticos son la margarita preciosa por cuya subsistencia debemos vender nuestros campos y nuestras mieses; así los malos son la polilla roedora de la sociedad”.[17] Nariño cuestionó desde La Bagatela el poder de la Iglesia católica en el cuerpo político en varios frentes: la donación de América a España por la bula papal de Alejandro VI; la llegada del nuevo arzobispo español a Santafé, que además impidió durante su gobierno; la supuesta tibieza del apoyo eclesiástico, primero a la juntas supremas, y luego a los gobiernos provinciales; y, quizá con más énfasis, la cuestión del fuero eclesiástico, pues “dicen que gozan de todos los derechos de los ciudadanos en lo favorable, y se llaman eclesiásticos en lo adverso: así es que los vemos mezclados en los empleos de gobierno revolviendo el mundo, y cuando se trata el imponerles alguna pena pecuniaria o personal, se llaman al fuero”.[18]  

Las réplicas no tardaron en llegar. El Montalván, escrito por fray Diego Francisco Padilla, fue quizá la más contundente de todas. Así, este destacó las que a sus ojos se constituían en las graves contradicciones de La Bagatela: sus opiniones sobre el Colegio Electoral que debía revisar la Constitución, acabar con la monarquía constitucional y declarar la Independencia absoluta –que Padilla instaba a pronunciar lo más rápido posible–; las mal disimuladas pretensiones de mando del santafereño, “un político de Palacio y de Gabinete” que quería “dar la ley de la política”; y la erosión de la opinión pública propiciada por su papel periódico, pues “¿Qué otra cosa ha hecho La Bagatela? Gritar, publicar exageradamente, que no hay armas, que no hay dinero, que no hay Soldados, que no hay más que caballitos de estaño, que no hay luces”. Ante su “contradicción mayor”, sus ataques a los eclesiásticos, Padilla negó que estos solo se guiaran por sus intereses particulares y afirmó que su participación en política obedecía a las peticiones del nuevo titular de la soberanía. Además, su comportamiento político era intachable: los eclesiásticos no perseguían grandes sueldos ni rentas y no se perpetuaban en los cargos públicos. Por el contrario, contribuían con donativos de todo tipo a la “causa de la libertad” y al erario público y eran el sustento de los pobres. La conclusión de Padilla en este sentido era lapidaria: “se queja pues sin razón y sin justicia La Bagatela contra el estado eclesiástico”. Finalmente, Padilla, al tiempo que se arrogaba la voz del público, de “lo que dicen las gentes”, para pedirle a Nariño “que meditase lo que había de escribir, y que no se metiese en contestar cuando atacasen con justicia y razón sus Bagatelas”, le aconseja que se encargue de fijar la verdadera opinión pública en favor del nuevo orden:

Señor Montalván (me dijo un caballero, que taciturno había oído toda la conversación), usted que de todo da cuenta al bagatelista, conjúrelo usted por la sangre de Jesucristo, o más bien por la terrible justicia de Dios para que nos deje vivir en paz:  hágale presente los incalculables males que nos trae su perverso e impolítico papel: aconséjele, que no insulte a las provincias, que no divida el reino, que no persiga a los eclesiástico, persuádale a que emplee últimamente su pluma en instruir a los pueblos sobre sus derechos, a inspirarles fidelidad, templanza, desinterés, aplicación, modestia, subordinación a las leyes, respeto a los magistrados, odio a los vicios y amor a la virtud y al honor; y sobre todo temor de un Dios remunerador. [19]

Nariño no ahorró epítetos descalificadores en su refutación al “papelucho montalvánico”. Padilla, “peripatético sublime”, no podía encarnar la voz del público, pues “ha variado el sentido de los pensamientos y las palabras, [y] ha mentido sin rubor”.[20] Para probar sus asertos, en un gesto poco frecuente durante el interregno republicano, Nariño equiparó la verdadera opinión pública con la opinión de la mayoría, haciendo de esta última el fundamento de la discusión pública. En uno de los últimos números de su periódico, el santafereño desafió a la “pandilla montalvánica” a publicar la lista de sus suscriptores y de todas sus cuentas para comprobar cuál de los dos papeles gozaba del favor del público –un sujeto colectivo cuya fuerza, en este caso, parecía radicar en el mayor número de personas concernidas–: “si su venta excede a la de La Bagatela, ganaron gallo, y si no que pidan alafia, como yo lo hago ahora condicionalmente; porque de lo contrario sería querernos hacer creer que la opinión de un despreciable avechucho, que solo sabe decir desvergüenzas y dicterios personales, debía prevalecer contra la opinión pública”. El propósito de tal desafío no era otro que demostrar que La Bagatela representaba de manera más genuina el sujeto de la opinión, es decir, al público, pues “no es la opinión de un miserable babiecas la que decide la bondad de un papel público, la generalidad de los lectores es la que forma la opinión. ¿Y cómo se sabe esta opinión? Claro está que por el número de los compradores”.[21]  

Después de publicar la lista de sus abonados y todas sus cuentasy plenamente convencido de encarnar la verdadera opinión pública, Nariño decidió concluir su labor al frente de La Bagatela el 12 de abril de 1812, ya plenamente instalado en la presidencia del Estado de Cundinamarca. El santafereño concluyó su publicación señalando que sus principales contradictores, “imprimiendo impunemente sus papeles sediciosos”, solo buscaban “formar la opinión contra el gobierno, sin más mira de utilidad pública que causar un trastorno”. Nariño auguraba días mejores para la imprenta santafereña y esperaba con ansías “un excelente periódico que haga honor a Cundinamarca, [para que] yo ya no deba despegar más mis labios”, un “papel que contuviera en sí una verdadera utilidad, y que por sus pensamientos y por su idioma contribuyera a nuestra ilustración”. La Bagatela pasaba la antorcha de la opinión pública a la Gazeta Ministerial de Cundinamarca.[22]



[1] Nariño, Antonio. Reflexiones al manifiesto de la Junta Gubernativa de Cartagena, sobre el proyecto de establecer el Congreso Supremo en la Villa de Medellín, comunicado á esta Suprema Provisional. Junta Suprema de la Capital del Nuevo Reyno de Granada. Santafé de Bogotá, Imprenta Real de Santafé de Bogotá, 1810, pp. 1,7,9.

[2] Argos Americano (Nº7:29-X-1810:30) (Nº13:24-XII-1810:58).Cartagena de Indias, la Imprenta del Real Consulado de Comercio de Cartagena, 1810.

[3] Real Academia Española. Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española. 5ª edición. Madrid, Imprenta Real, 1817, pp. 416,

[4] Nariño, Antonio. Óp. Cit., pp. 29.

[5] Nariño, Antonio. Escrito presentado por don Antonio Nariño al tribunal de Gobierno de Santafé de Bogotá, el 17 de abril de 1811. Santafé de Bogotá, Imprenta Real, por don Bruno Espinosa de los Monteros, 1811, pp. 11.

[6] Ibídem., pp. 10, 19-20. 

[8] Padilla, Diego Francisco. El Montalván. Santafé de Bogotá, en la imprenta de don Bruno de Espinosa, 1812, pp. 1-20.

[9] Nariño, Antonio. La Bagatela (Suplemento Nº4:4-VIII-1811:s.n.). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1811.

[10] Nariño, Antonio. La Bagatela (Suplemento Nº4:4-VIII-1811:s.n.). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1811.

[11] Sobre las diferentes constituciones de Cundinamarca y la libertad de imprenta véanse, Estado de Cundinamarca, Constitución de Cundinamarca: su capital Santafé de Bogotá. Santafé de Bogotá, Imprenta Patriótica de D. Nicolás Calvo y Quixano, 1811, pp. 6, 18, 41, 43; Constitución de la República de Cundinamarca reformada por el Serenísimo Colegio Revisor y Electoral. Santafé de Bogotá, Imprenta de D. Bruno Espinosa de los Monteros, por D. Nicomedes Lora, 1812, pp. 7, 11, 30, 49; Plan de reforma o revisión de la Constitución de la Provincia de Cundinamarca del año de 1812 sancionado por el Serenísimo Colegio revisor y electoral de la misma en sesiones tenidas desde el mes de junio hasta el trece de julio de 1815. Santafé de Bogotá, Imprenta del Estado por el C. José María Ríos, 1815, pp. 6-8.

[12] Nariño, Antonio. La Bagatela(Nº28:5-I-1812:107). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1811.

[13] Nariño, Antonio. La Bagatela (Nº6:18-VIII-1811:24) (Nº23:1-XII-1811:89). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1811.

[14] Nariño, Antonio. La Bagatela(Nº11:19-XI-1811:41-42). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1811.

[16] Nariño, Antonio. La Bagatela (Nº 5:11-VIII-1811:19). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1811.

[17] Nariño, Antonio. La Bagatela (Nº 29: 12-I-1812: 111). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1812.

[18] Nariño, Antonio. La Bagatela (Nº9:8-IX-1811:33-36) (Nº29:12-I-1812:111). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1811.

[19] Padilla, Diego Francisco. Óp. Cit., pp. 1-20.

[20] Nariño, Antonio. La Bagatela (Nº35:23-II-1812:133-136). Santafé de Bogotá, Imprenta de  Bruno Espinosa, 1812.

[21] Nariño, Antonio. La Bagatela (Nº37:9-III-1812:141) (Nº38:12-IV-1812:145-148). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1811.

[22] Nariño, Antonio. La Bagatela (Nº37:9-III-1812:141) (Nº38:12-IV-1812:145-148). Santafé de Bogotá, Imprenta de Bruno Espinosa, 1811.